El recorrido del Hiram Bingham desde Cusco a las ruinas incas de Machu Picchu.
Paisajes que quitan el aliento; vistas de postal de los Andes peruanos. Ya te lo advierte, en una especie de metáfora involuntaria, el anuncio publicitario de las Sorojchi Pills “contra el mal de altura”, en el mismísimo aeropuerto de la ciudad de Cusco, a 3400 metros sobre el nivel del mar. Las montañas, con su aire tan fino como transparente, literalmente te quitan el aliento, además de esconder algunos recovecos que esperan ser descubiertos y otros que no pierden la magia, aunque acudas a ellos una y otra vez.
Tras los necesarios consejos de Ronny, mi guía, sobre cómo evitar el soroche, partimos a recorrer el Valle Sagrado de los Incas, algo muy apropiado para acostumbrarse a la altura, dado que se encuentra a “sólo” 2800 metros sobre el nivel del mar.
Para empezar el recorrido por Perú sin vueltas, vamos directo a las sorpresas. Sobre un pliegue montañoso donde confluyen un río subterráneo cargado de sal y unas laderas rojizas salpicadas por vegetación de altura, las salinas de Maras son una aparición inesperada. “Nadie prestaba mucha atención a esto hasta que el fotógrafo francés Yann Arthus Bertrand eligió hacer una foto aquí para su trabajo La tierra vista desde el cielo, que se expuso en todo el mundo”, me comenta Ronny, aunque pareciera que no le presto atención porque mi dedo gatilla sin parar el obturador de la cámara. Suena lógico: las cuatro mil pozas donde se evapora el agua para obtener la sal desde tiempos de los incas, despliegan toda la gama de colores entre el blanco y el anaranjado, en una composición absolutamente fotogénica.
El sitio arqueológico de Moray es la segunda parada del día y, a su vez, la segunda sorpresa. Los andenes circulares, que a primera vista se pueden confundir con un anfiteatro, eran herramientas de experimentación de los incas, que los utilizaban para adaptar los cultivos a la altura. Las estructuras, conocidas como “dolinas” (por oposición a las colinas), se suceden en escalones verdes que se hunden en el paisaje, con los Andes nevados alzándose como telón de fondo.
Para ponerle broche de oro a este preámbulo perfecto a mi visita a Machu Picchu, comemos en El Parador de Moray, que tiene la mejor vista del sitio arqueológico y una gastronomía de primer nivel.
Magia sobre rieles
Azules, elegantes, casi discretos, los cinco vagones y la locomotora del Hiram Bingham se detienen frente al hotel Río Sagrado de Belmond, en el Valle Sagrado de los Incas. La jornada está llena de expectativas. En el otro extremo de la vía, después de dos horas y media de suave traqueteo, nos espera Machu Picchu. Pero el camino, sobre este exclusivo tren, promete llevar la experiencia completa a la perfección.
“Tengo suerte”, me repito, cuando el convoy se pone en marcha y las montañas empiezan a desfilar frente a la ventanilla, es la tercera vez que recorro esta misma ruta, y cada una fue diferente, pero todas mágicas.
En el vagón mirador tiene lugar una fiesta de paisajes dramáticos y música en vivo. El río Urubamba corre paralelo a las vías casi todo el tiempo, a veces más tranquilo y otras torrentoso. A lo lejos diviso nuevamente las salinas de Maras, luego el impresionante nevado Verónica, ruinas incas y el poblado de Ollantaytambo, donde nos detenemos brevemente.
Un menú de alta cocina andina comienza a servirse en los vagones comedor a las 12 y el espectáculo visual se aprecia ahora a través de las ventanillas, mientras transcurre agradable la conversación.
Apenas terminamos el café y la sobremesa, cuando el tren ingresa en la estación de Aguascalientes. De ese punto, un autobús nos lleva en 15 minutos a las ruinas de Machu Picchu, acompañados por un guía que dará todas las explicaciones necesarias.
El tren: Hiram Bingham by Belmond. Ver también Peru Rail.
La postal es tan famosa, que uno teme decepcionarse al estar ahí. Pero no ocurre, nunca. Machu Picchu tiene una energía peculiar y una presencia soberbia. Primero lo vemos desde las alturas y luego nos internamos entre sus bellos edificios de piedra. Huaina Picchu me impone, nunca he trepado a su cima y esta vez tampoco lo haré (hace falta un permiso pues sólo suben 400 personas al día), tengo una buena excusa para regresar por cuarta vez.
Cuando el sol empieza a proyectar su luz perpendicular, pintando con matices anaranjados los muros de piedra, caminamos hacia la salida para ir por una reparadora merienda al hotel Machu Picchu Sanctuary Lodge (también de Belmond), el único ubicado al pie de las ruinas.
La oscuridad que reina en las ventanillas del tren para el regreso enciende los ánimos a bordo. Hay música, tragos y hasta baile en el bar. Todos estamos felices y eso se siente en el aire. Las expectativas colmadas, por altas que fueran.
Llegamos al hotel en Cusco pasadas las diez de la noche, el punto más alto de esta travesía por las montañas. Sin embargo, ya no es probable que me dé mal de altura; sólo buenaventuras, en el alto Perú.
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