La familia mexicana completa –tanto los que aún zapateamos sobre esta tierra como los que emprendieron el viaje a otras dimensiones–, nos reunimos una vez al año en torno al altar de muertos, para festejar juntos, para un cálido reencuentro. La ofrenda es la mejor excusa para recordar y pensar en esas personas queridas que ya partieron.
Flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar, veladoras blancas, papel picado, fotos entrañables, pan de muerto, semillas o frutos, los tacos al pastor que le gustaban a esa persona tan querida y el vasito de tequila que no podía faltar para “maridar” con el banquete de tortilla, trompo y piña. ¿Qué más lleva un altar de muertos?
Desde el quinto nivel
A fines de octubre empieza el ritual. Hay que reunir todos los elementos. Debe haber aire (el papel picado lo representa), agua (bebidas), fuego (veladoras) y tierra (las semillas). También hay que decidir si el altar tendrá dos, tres o siete niveles. Dos escalones simbolizan el cielo y la tierra. Los de tres incorporan el purgatorio, aunque también se dice que hace referencia a la Santísima Trinidad, en un ajuste de sincretismo. Pero los de siete son los más sofisticados: en el primer escalón va la imagen de un santo o virgen; en el segundo, veladoras y luces para las ánimas del purgatorio, de modo de ayudarlas a salir de allí; en el tercero, juguetes y figuras de sal para los menores de edad; en el cuarto, pan de muerto; en el quinto, los alimentos y bebidas preferidos del difunto, sus enchiladas de mole, su caballito de tequila; en el sexto los retratos y, en el séptimo, cruces y rosarios, de preferencia hechos con semillas. Las flores de cempasúchil orientarán a los muertos con su perfume y la cruz de sal funcionará como brújula, para permitirles llegar a ese punto donde podrán encontrarse con quienes los añoran.
Camino al inframundo
La tradición se ha ido modificando y asumiendo nuevos significados al mezclarse con la religión católica luego de la Colonización, pero tiene su origen en tiempos prehispánicos, cuando las culturas indígenas consideraban a la muerte como un binomio que incluía a la vida. Dentro de la visión ancestral, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán (Xibalbá para los mayas), reino de los muertos o inframundo, que los españoles interpretaron bajo su propio concepto del infierno. Este viaje duraba cuatro días y era conveniente hacerse acompañar por un perro xoloitzcuintle. Al llegar a su destino, el viajero ofrecía obsequios a Mictlantecuhtli y su compañera Mictecacíhuatl, quienes lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de continuar su vida en el Mictlán. Con algunas modificaciones, estas creencias estaban presentes en todas las culturas mesoamericanas y, en consecuencia, se hacían sofisticados rituales para venerar a los muertos que se representaban como seres descarnados.
«No me llores, no,
porque si lloras
yo peno,
En cambio si tú
me cantas
yo siempre vivo,
y nunca muero».
Andrés Henestrosa
Con la evangelización cristiana, durante la Colonia, se fue dando el sincretismo que ha llegado hasta nuestros días. Aunque los calendarios indígenas dedicaban fechas específicas –por ahí del mes de agosto– a la celebración de los muertos, en ese entonces se comenzó a celebrar el Día de los Fieles Difuntos a principios de noviembre, claro que con toda la iconografía y el simbolismo de estas tierras. Así se incorporaron también las calaveras de azúcar, las cruces cristianas (los aborígenes elaboraban unas de sal que simbolizaban los puntos cardinales), los santos y el pan de muerto.
Patrimonio de la Humanidad
Tanta fuerza cultural tiene esta tradición mexicana –que tanto sorprende en otras latitudes por la relación cordial y hasta jocosa que propone con la muerte–, que la UNESCO decidió considerar las fiestas indígenas dedicadas a los muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. La ceremonia se llevó a cabo en París el 7 de noviembre de 2003 y el organismo señaló que de esta forma buscaba destacar el valor de esta manifestación cultural como «…una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México y del mundo, y como una de las expresiones culturales más antiguas y de mayor fuerza entre los grupos indígenas del país.»
La declaratoria señalaba algo más que los mexicanos saben muy bien: «Ese encuentro anual entre las personas que la celebran y sus antepasados, desempeña una función social que recuerda el lugar del individuo en el seno del grupo y contribuye a la afirmación de la identidad…»
Por que en el Día de Muertos –que afortunadamente no se trata de una tradición amenazada o en vías de extinción, aunque sí viva y en constante enriquecimiento– los mexicanos nos reencontramos con todo aquello que nos hace ser nosotros mismos: la familia, las costumbres, las creencias, los afectos y lo que más nos gusta, felices, haciéndole chanzas a la muerte.